Más que un simple estancamiento, la candidatura de Jeannette Jara enfrenta un problema mayor: liderar un oficialismo que, bajo una unidad aparente, se desgarra en facciones, y un partido sumido en una guerra interna cada vez más visible. El valle en el que hoy se encuentra es solo el síntoma de una disputa en la que su figura es un nuevo campo de batalla.
Paradójicamente, no ha sido su carácter comunista el que le está impidiendo concitar el apoyo de una amplia mayoría ciudadana, sino el resquebrajamiento de una coalición que, aunque en el papel muestra unidad, desde su origen rema en direcciones completamente opuestas. Si el presidente Boric ha logrado mantener a flote esas contradicciones –amén al rol de articulador dentro del oficialismo–, con una carta comunista en la cabeza la tarea es mucho más desafiante, si no imposible. Gobernar a los propios opositores que, sabemos, vienen de dentro del PC, es un arte que Jara no muestra señales de dominar.
Esta bipolaridad a la interna de su partido se ha cristalizado en su propio programa. No es casual que sus promesas más rimbombantes y que le permitió imponerse a la histórica Carolina Tohá –un sueldo vital de 750 mil pesos, el fin de las AFP, la nacionalización del cobre– hayan terminado en un bochorno. Y no porque Lautaro Carmona, Daniel Jadue y compañía la hayan “obligado” a prometerlas como parte de una estrategia. Jara es todo menos una víctima de su partido: militante comunista desde los 14 años, dirigente estudiantil, subsecretaria, ministra, dos veces miembro del comité central de su partido, y aliada de Marcos Barraza –uno de los autores intelectuales del adefesio constituyente rechazado en 2022–. Con ese currículum, es difícil creer que no supiera que sus ofertas eran, en el mejor de los casos, inviables.
Lo más probable es que las formuló sabiendo que no podía cumplirlas. Es decir, jugó con las expectativas de su electorado, de su querido pueblo, al que le habló con la autoridad de su origen popular y el carisma que le reconocen incluso sus adversarios. Ahora, con esa simpatía que roza la falsa modestia, declara que fue un error. Un error, dice, pero sin precisar su naturaleza. Y cuesta creer que una administradora pública, abogada y magíster en gerencia pública, con amplia experiencia en el mundo del trabajo, no intuyera de antemano la inviabilidad de esas propuestas.
Este retroceso no es solo programático, sino la consecuencia de ser líder de un partido y una coalición en que las facciones compiten por marcar territorio. El Partido Comunista, no hay que olvidar, tiene hoy la sartén por el mango en la negociación parlamentaria, lo que garantiza que la mayoría de los candidatos en esa lista saldrán de sus filas. Pero no todos serán “del equipo de Jara” (sea lo que sea que eso signifique). Por más disciplinados que sean dentro de la cantera marxista-leninista, las divisiones internas se harán cada día más evidentes y el bando de Jadue está lejos de ser un simple espectador.
Con tres meses por delante y con dos adversarios sumamente preparados, la candidata oficialista no podrá seguir refugiándose en sus atributos personales. De hecho, ya ha decidido dejar de asistir a foros y debates para “estar más con el pueblo”, una estrategia que —curiosamente— coincide con la necesidad de evitar preguntas incómodas y terrenos minados. Con aires de condescendencia, la candidata ha optado por encontrarse con el pueblo evitando intermediarios como canales de televisión y periodistas, donde las sonrisas no alcanzan y las preguntas exigen respuestas.
Solo queda la pregunta final: ¿estarán dispuestos los seguidores del alcalde con arresto domiciliario a posar sonrientes junto a la socialdemócrata vilipendiada de su partido? La historia del PC nos recuerda que su relación con la insurrección es todo menos un coqueteo pasajero. Y no sería extraño que, si el momento lo exige, lo hagan de nuevo, incluso contra una de las suyas.
Emilia García es directora de estudios de IdeaPaís. Columna publicada en El Líbero, el 14 de agosto
