Aunque nunca había sido tan fácil estar en contacto con otros, los adolescentes de hoy se sienten más solos que nunca. En Chile, según el Termómetro de la Salud Mental (Achs-UC, 2025), una de cada cuatro personas entre 30 y 39 años, y una de cada cinco en el grupo de menores de 29 años, declara sentirse solo; y quienes lo experimentan tienen más del doble de probabilidades de presentar síntomas depresivos respecto de quienes no lo hacen. En cambio, en el rango etario entre 40 y 70 años, estas cifras disminuyen a uno de cada 7.
Parte importante de la culpa, tal como “La Generación Ansiosa” de Jonathan Haidt ha dejado en evidencia, es el celular con acceso a internet: corroe la capacidad de atención; empobrece la capacidad de asombro; reemplaza el gusto por la sociabilidad y los vínculos reales por likes, que entregan popularidad, promueven la comparación constante y envidia, y proveen una fugaz satisfacción, que se desvanece al mismo tiempo de ser manifestado; y encierra al usuario en la lógica de un algoritmo que en lugar de hacerlo salir de sí mismo, lo aísla en contenidos polarizantes que exacerban el propio pensamiento sin posibilidad de empatizar con otros mundos y opiniones.
Es difícil mirar al otro con interés genuino, si en promedio recibimos 192 notificaciones al día que interrumpen cualquier momento de conversación. Todos hemos experimentado que incluso la mera presencia del teléfono en la mesa o en el bolsillo, es suficiente para debilitar un encuentro.
Tampoco es sencillo salir de nosotros mismos frente al flujo constante de estímulos diseñados para mantenernos aferrados al “yo”. Particularmente grave, entre otros aspectos, es la pérdida de la capacidad de asombro, esto es, aquella experiencia emocional y cognitiva que surge cuando nos enfrentamos a algo que percibimos como sorprendente o extraordinario, y que desafía nuestros marcos habituales de comprensión. Es lo que ocurre con una experiencia religiosa, la efervescencia colectiva en un concierto de música o partido de fútbol, el contacto con la naturaleza, el sentimiento que surge de una buena acción realizada por otro, la apreciación de la música o el arte, y otros. El sentimiento de trascendencia que acompaña estos momentos es rápidamente opacado con la sola vibración del celular que nos acompaña.
Un desafío importante, es generar vínculos de amistad reales, en entornos donde la sociabilidad es reducida a likes y comentarios, o aparecer en la foto del evento viral. Sin vínculos sólidos, los adolescentes crecen más ansiosos, más inseguros y menos preparados para el encuentro con otros. Si a esto sumamos el acceso constante a contenido que reafirma la propia experiencia y pensamiento, en lugar de poder acercarnos y empatizar con otros, nos polarizamos, dificultando la experiencia política democrática y el compromiso con el bien común.
Frente a este escenario, la respuesta hacia la soledad no puede ser únicamente clínica (más terapias) o burocrática (ministerio de la soledad). Esto equivaldría a reconocer que llegamos tarde y con soluciones mal enfocadas al problema.
En este sentido, la regulación del uso de celulares en los colegios que se tramita hoy en la Comisión de Educación del Senado, no debe verse sólo como la limitación del uso de un dispositivo que perjudica los aprendizajes, sino como un primer paso para volver a reencantar a los niños y adolescentes con experiencias verdaderamente humanas que junto con alejarlos del “yo”, les den las herramientas para pertenecer a una sociedad que se construye en base a experiencias comunitarias compartidas y a la comprensión de quienes piensan distinto.
Francisca Figueroa es coordinadora en la dirección de estudios de IdeaPaís. Columna publicada en La Segunda, el 02 de octubre
