Hace falta más de una columna para recopilar todos los tuits, declaraciones y proyectos de ley con que buena parte de la izquierda trató la migración como un fenómeno puramente moral, casi celebratorio, donde cualquier reparo era tachado de xenofobia. Bajo la premisa de que “todos somos parte de una misma humanidad”, promovieron una política sin fronteras ni límites, convencidos de que la llegada masiva de extranjeros solo traería riqueza cultural. Era una mirada cómoda para quien observa desde lejos e irresponsable en sus efectos. Hoy, ante las consecuencias, se lavan las manos (tema que daría para otra columna).
Esa aproximación intentó simplificar, mediante el lenguaje universal de derechos, un desafío intrínsecamente complejo. Como advierte Pierre Manent, el ciudadano concreto es reemplazado por una humanidad abstracta que exige derechos sin considerar ninguna condición. Las preguntas sobre qué puede un país, qué soportan sus instituciones, con qué recursos cuenta o qué tensiones sociales emergen dejaron de formularse. Solo importaba qué derecho está en juego. Así ocurrió en Chile: inspirados en Imagine de John Lennon, algunos imaginaron un mundo totalmente abierto. Si todos somos iguales, ninguna frontera es legítima; si los derechos son universales, ningún límite institucional corresponde; si todo sufrimiento es injusticia, no hay nada que deliberar. En ese clima, nuestros gobernantes –azuzados por la opinión pública, ¿o quizá fue al revés?– confundieron la necesaria compasión con la negación de la forma política. La migración dejó de ser un problema público para convertirse en un imperativo moral absoluto, donde cualquier intento de prudencia era caricaturizado como xenofobia.
Mientras tanto, la experiencia cotidiana en los barrios populares se erosionaba. La saturación de los servicios públicos y el aumento en la percepción de inseguridad alimentaron un creciente sentimiento de conflicto entre chilenos e inmigrantes, especialmente en los sectores más vulnerables. Pero parte de la élite política prefirió negar esa realidad, ningunear a los pobres y aferrarse a consignas buenistas que nunca pasaron la prueba de los hechos.
El péndulo, sin embargo, se movió con fuerza hacia el extremo contrario. Hoy proliferan discursos que prometen expulsiones masivas, separación de familias y confinamiento de personas. Básicamente, respuestas totales que ningún país del mundo ha logrado implementar. Es la respuesta simétrica y opuesta a la ingenuidad anterior: un maximalismo punitivo que promete lo imposible y que inevitablemente generará una frustración todavía mayor cuando choque con la realidad institucional. Además, este giro vuelve a moralizar la migración, pero ahora desde la dureza, con el riesgo de tratar a personas concretas como obstáculos logísticos a remover. En ese tránsito, se erosiona la dignidad humana, y con ella, los límites que el propio orden político reconoce.
Es cierto que el concepto de dignidad humana está tan manoseado que parece difícil emplearlo con rigor. Pero conviene recordar su raíz cristiana –más aún si quienes participan del debate se inspiran en esa tradición. Si la dignidad consiste en reconocer en cada persona un respeto mínimo por su condición moral –algo que conserva incluso el peor de los criminales–, entonces no es aceptable tratar a nadie como un medio en sí mismo, como una cosa o un trámite. Cualquier política que reduzca a los migrantes a simples cuerpos que desplazar no sólo es impracticable, sino que vulnera ese límite elemental.
Todo lo anterior muestra la magnitud y delicadeza del dilema migratorio. Aquí chocan principios igualmente válidos que ninguna política pública podrá representar por completo; ese debiese ser el punto de partida. Por eso los discursos reduccionistas –sean de buena conciencia sin límites o de orden sin matices– son irresponsables y, a la larga, dañan más de lo que resuelven. Probablemente Chile deba asumir que su política marco requiere mayores restricciones y controles para quienes quieran ingresar en el futuro, porque el Estado tiene capacidades finitas. Pero, al mismo tiempo, debe fortalecer su capacidad de integrar, ordenar y responder institucionalmente por quienes ya están aquí. Gobernar consiste precisamente en sostener esa tensión sin negarla, en reconocer que no existen soluciones perfectas, pero sí decisiones prudentes que evitan que el péndulo siga destruyendo la política.
Emilia García es directora de estudios de IdeaPaís. Columna publicada en El Líbero, el 04 de Diciembre
