«Quieren ganar puntos políticos». Con su habitual sarcasmo, el humorista Jimmy Kimmel aludía, hace una semana, a que ciertos sectores republicanos usarían el asesinato de Charlie Kirk para su propio beneficio. La cadena ABC lo suspendió de sus filas —aunque después lo reintegró—, en medio de presiones y advertencias regulatorias desde la Casa Blanca.

¿Qué tensiones hay en esta polémica derivada del asesinato de Kirk?

La primera es sobre los límites de la libertad de expresión. El estándar democrático es claro: las causales para sancionar declaraciones son contadas y estrictas, y el comentario de Kimmel no es uno de esos casos. Fue molesto y ofensivo, pero no una incitación a la violencia ni un «true threat». Y bajo una concepción robusta de la libertad de expresión —donde debe primar la posibilidad de decir lo que se piensa, aunque incomode— lo de Kimmel debe permitirse siempre.

Esto último es importante. La intolerancia a la incomodidad es un problema del siglo XXI que está pudriendo a las nuevas generaciones. Bajo la agotadora percepción de reducir todo lo ofensivo a «discursos de odio», se inhibe la discusión y se restringe gravemente acaso la característica más propiamente humana, como lo es la reflexión. «No me gusta, lo cancelo» (lo saco del canal; o en su expresión más extrema, lo mato) obedece a la dictadura de lo fácil, que cercena la capacidad de rebatir ideas que se consideran malas o equivocadas, y peor aún, la capacidad de convivencia.

Es evidente la hipocresía de quienes defienden la libertad de expresión de Kimmel y, al mismo tiempo, buscan restringir el discurso ajeno con categorías elásticas como «discurso de odio» o «espacios seguros», a través de campañas de boicoteo de voces conservadoras. ¿Cuál es el estándar? La tolerancia no vale solo cuando el activista que incomoda es afín al propio ideario. Por eso, quienes decían que Kirk «no debía hablar», pues su pensamiento les era ofensivo, y hoy exigen que Kimmel pueda expresarse sin cortapisas, no les cabe otro epíteto que el de hipócritas.

Esa laxa hipocresía detrás del fenómeno según el cual la vara cambia según quién habla, erosiona la misma cultura cívica que dice proteger. Y además, entrega municiones para que el poder político de turno crea que puede castigar contenidos incómodos. Esto va desde el impulso anti-woke de Trump en las universidades, hasta la inquietante ley de medios que empuja este Gobierno.

Distinguir incómodo de lo intolerable es crucial. Los dichos de Kimmel son incómodos. Las llamadas a matar a quienes profesan ideas conservadoras —que circularon antes y después del asesinato de Kirk («do JK Rowling next» o «eliminen a Elon Musk»)— son intolerables. Aplicar consistentemente estas categorías protegerá a la manoseada libertad de expresión, dañada incansablemente en este año al que aún le faltan meses para sorprendernos.

Cristián Stewart es director ejecutivo de IdeaPaís. Columna publicada en La Segunda, el 25 de septiembre