Se ha dicho repetidamente: «Por suerte para Matthei está Kaiser, porque sin él, Kast hubiera arrasado». Conviene agregar también cuán afortunado es Kast de la presencia de Parisi: sin él, Kaiser podría estar más cerca que el republicano de llegar a La Moneda.

El fenómeno de Kaiser —tardío protagonista en todas las encuestas— representa muchas cosas al mismo tiempo. Por eso es importante tomarlo en serio.

Estamos en un clima tan cercano al punto de no retorno, que la radicalidad (y brutalidad) para transmitir las convicciones, la claridad para rebatir a los adversarios y la prioridad absoluta del soberanismo se venden como pan caliente. Por eso, nada le es más efectivo a Kaiser para crecer que ser etiquetado como «extremo» o «ultrón». Esas etiquetas vacías no lo dañan, lo alimentan. Lo insultan a él, pero enardecen a sus bases y amplían su alcance. Si a esto se suma el previsible guión que adoptará la izquierda opositora, es fácil ver por qué JK brilla más en este escenario que en cualquier otro imaginable.

El discurso racional hoy sufre más que nunca, y Kaiser lo aprovecha como nadie. Las propuestas programáticas como arma electoral son hoy un chancho en Misa: no capturan atención, no ordenan preferencias, no generan adhesión. La sensación —instalada y peligrosa— es que los beneficios del rigor programático están reservados a quienes lo entienden, no a quienes lo sufren.

Kaiser ofrece otras yerbas. Reivindica locuazmente la batalla cultural. Fabrica conflictos para ganarlos. Y apuesta sin complejos, porque sabe que el riesgo hoy paga más que nunca. Kast «aprendió» de sus derrotas, y Kaiser capitaliza de su cautela.

Sus problemas no están en su ya exitosa candidatura, sino en las consecuencias que se seguirán si logra dar vuelta el juego. Una cosa es amenazar con abandonar tratados internacionales (nota: Boric quiso lo mismo) o criticar la política nacional de vacunas. Pero muy distinto es su implementación, que sería parecida a la ingeniería social que este gobierno ha aplicado en tantos asuntos.

Kaiser logró tocar fibras emocionales del «pueblo olvidado» que describe Josefina Araos. Con todo, su propuesta —arcaica y simplona— subestima el daño que la ejecución de su proyecto y su estilo imprudente podrían infligir en quienes hoy lo siguen con fervor. Sobre todo en votantes obligados, que olvidan rápido qué apoyaron cuando las soluciones a frustraciones acumuladas no llegan. Las soluciones brutas, que reducen engañosamente la superación de los problemas al carácter del líder, podría traer aún más polarización e incertezas, afectando al mismo pueblo con el que él hoy conecta tan bien.

Todo indica que el monstruo que JK ha creado no alcanzará a despertar este año. Pero, si lo hiciera, las expectativas que él mismo ha encendido podrían verse severamente frustradas si no toma conciencia de sus propias limitaciones.

Cristián Stewart es director ejecutivo de IdeaPaís. Columna publicada en La Segunda, el 06 de noviembre